La vida en la pantalla y el apocalipsis social flojito
Leí La vida en la pantalla en 2009, cuando acababa de salir de una consultora de e-learning donde aún se consideraba un poco marciano captar estudiantado a través de las recién nacidas redes sociales. En él, Turkle analizaba cómo ciertos espacios virtuales de socialización permitían a las personas superar algunos estigmas, convirtiéndose así en relaciones en cierto sentido más auténticas que las cara a cara.
Obsesionada con la idea de autenticidad desde la adolescencia, dediqué a la autopresentación en esos espacios parte de mi trabajo del máster ese año, el que fue después mi primer paper, uno que hace unos años mencionaban como «estudio clásico de la identidad virtual», generándome una sensación bastante incómoda de la que no me he librado aún.
Si intento desgranar esa incomodidad, más allá de mi incredulidad por haber llegado a la crisis de la mediana edad, creo que entronca con el hecho de que para mí «la vida en la pantalla» ya era una dimensión de la existencia antes de que existieran las redes sociales, y su función como parte de lo que construimos como identidad ha sido un pilar central de quién soy ahora, con lo que la idea de identidad «virtual» me repele bastante.
En el colegio, tenía una serie de cuadernos con los que intercambiaba cartas con mis amistades. Pasaba en mi centro de estudios una cantidad abrumadora de tiempo que deseé durante más de una década acortar (nunca más después de aquello he conseguido tolerar jornadas presenciales tan largas sin un menoscabo importante de mi salud mental) y sin embargo cuando llegaba a casa sentía la necesidad de conectar con las personas con las que lo había compartido: por teléfono, por carta. Para mí la comunicación cara a cara nunca fue «más rica», más bien al contrario: me faltan matices, me sobran artificios, me abruma y me agota dejándome al mismo tiempo bastante insatisfecha.
Un día mi padre conversó con otra persona con la que compartía retraso en un vuelo y se intercambiaron direcciones y así comenzó mi primera relación puramente epistolar, con otra chica más joven que yo que me inspiró profundamente y sin la que hubiera tardado mucho más en interesarme por algunas de las cosas que más me importan ahora. Es curioso: hace muchos años que perdimos el contacto pero hemos llevado vidas en parte paralelas, mismos estudios, mismos intereses de investigación. Lo de las afinidades electivas, que parece magia hasta que lees a Bourdieu, supongo.
Después de aquello vino un anuncio en un suplemento para el que terminé escribiendo muchos años después (uno de esos eventos que te encantaría poder contarle a tu versión adolescente, desesperada por demostrarte que, bueno, algo sí que has llegado a molar): la idea era vender mis cosas (ya entonces acaparadora de productos culturales), el resultado fueron varios años de amistades por carta, mucho más valiosas que cualquier posible monetización de un amago de minimalismo que no he conseguido ejecutar hasta que coleccioné mudanzas, en mi veintena. Aquellas fueron seguramente menos trascendentales, pero me entrenaron para lo que iba a ser la socialización a partir de los 20: un continuo echar de menos, un tener que aprovechar las pequeñas ventanas de simultaneidad y encontrar vías para no perder el contacto entre unas y otras, aunque fueran tan ridículas como «lanzarse vacas» por Facebook, cuando en aquella red no podía hacerse mucho más.

Fui early adopter de Facebook igual que mucho antes de aquello fui early adopter de ICQ o IRC: por necesidad. Mis amistades salían entre semana, y yo terminaba tarde en el colegio. Mis grupos de proximidad no eran grupos de afinidad. Cuando encontré grupos de afinidad, apareció la distancia forzosa de una mudanza a otra ciudad que me costó mi «primera crisis seria» de salud mental (la primera visible, la primera diagnosticada). Lo llamaron, al principio, «trastorno de adaptación»; se hizo poco hincapié en la imposibilidad de adaptarse a nada cuando una va a la facultad mañana y tarde y sale de ella el viernes para hacer seis horas de viaje en autobús y vuelve el domingo y así sucesivamente. Ni en una ciudad ni en otra, ni en un curso ni en el otro, eterna vida a caballo entre dos grupos, algo que tampoco era nuevo pero se volvió más difícil aún, porque se vuelve más difícil estar triste cuando has dejado de estarlo.
Pero de pronto estaba Facebook, y se podía estar un poco aquí y un poco allí al mismo tiempo, y aquel muro era casi como una sala de estar, donde las amistades entraban y salían pero la conversación no se terminaba; y por si acaso lo hacía, había una cantidad inmensa de entretenimiento poco exigente intelectualmente que me resultaba imprescindible para mantenerme en movimiento: igual que años antes mi madre era capaz de saber que tenía un examen simplemente observando mis ganas de jugar a Mario Kart.
En 2008, antes de dejar aquella consultora, un compañero me dijo: «¿no eres consciente de que con la información que hay sobre ti en Internet se te podría clonar?». Me pareció una estupidez de pregunta, la verdad: quién iba a querer clonarme a mí, si mi única versión ya era suficientemente irrelevante. Tiempo después otras personas me han cuestionado de formas similares, y la verdad es que nunca me he sentido expuesta: mi actividad más transparente fue en mi época de bloguera bajo seudónimo, y creo que mi estilo literario era suficientemente críptico como para que no se entendiera nada ni siquiera cuando pretendía ser explícita (la autorreferencialidad es lo que tiene). Siempre creí en la desinformación por la infoxicación: en cierto modo supongo que me adelanté a lo que se nos venía, aunque fui extraordinariamente ingenua.
Con la maternidad la cosa cambió sustancialmente, porque ya no se trataba de airear mi vida sino la nuestra. Desaparecí de los espacios donde escribía con nombre y apellidos, pero encontré una red virtual que ha sido mi sostén principal desde entonces, ya que una vez más el cara a cara se me había hecho tan difícil que, en la pandemia, llegué a ser consciente de que el confinamiento y mi rutina se parecían de forma preocupante.
Pero ahora nos encontramos en un momento en el que los peores augurios se han quedado cortos. En que toda esa información no solo se usa para sustituirnos sino que se hace agotando en el proceso los ya de por sí exiguos recursos naturales. En que los espacios donde nos relacionábamos no solo están monetizando nuestras intimidades para acercarnos a anunciantes específicos (usando datos cedidos voluntariamente y otros muchos que no, y generando experiencias de usuario extraordinariamente dolorosas, a pesar de las supuestas directrices que restringen la segmentación en ciertos ámbitos) o rediseñándose para hacerse cada vez más centrales en nuestra experiencia cotidiana, sino que en cierto modo nos han hecho rehenes (irse de Instagram puede ser más o menos fácil, pero, ¿Whatsapp?). Ya hace años que la propia Turkle, para sorpresa de nadie, se ha vuelto enormemente crítica con la transformación de los espacios virtuales, aunque a mí personalmente la idea del Alone together me encaje bastante bien.
Ahora que ni siquiera quienes hemos sido más reacias podemos seguir defendiendo quedarnos en Twitter, me pregunto qué va a quedar de aquella vida en la pantalla. El fediverso resulta tan complejo que muchas de las personas con las que me gusta hablar no van a llegar hasta allí, y en otras alternativas echo en falta los candados, que me parecen una herramienta fundamental para protegerse de ciertas amenazas pero también simplemente para poder mantener una cierta intimidad dentro de toda esta socialización expansiva, pero sobre todo me pregunto cuánto tiempo más van a durar.
No se me da bien empezar de cero, la verdad. Me da pena perder mi contenido, me da pena perder el que había guardado, me dan pena las conversaciones de las que ya solo queda una parte, los MD a los que ya no se puede acceder. Y me da pereza empezar otra vez a seguir gente que ya no recuerdo por qué había dejado de seguir y no me apetece recordarlo al poco de volver a hacerlo.
Tengo que recordarme, concienzudamente, que mi «identidad virtual» es parte nuclear de quien soy. Que quiero ser en interacción con otras y que mi lengua nativa es más bien escrita que oral. Pero lo que me apetece, genuinamente, es volver a esto. A los blogs. A escribir de corrido. A escribirnos cuando tengamos algo que contarnos, a leernos solo cuando tengamos tiempo y ganas genuinas. No al formato newsletter, que aborrezco: me parece pretencioso y productivista pensar que voy a tener algo que contarte con una periodicidad concreta y que a ti te va a venir bien leerme y que ese intercambio tiene que ritualizarse hasta convertirse en una especie de convención social no optativa para ambas partes en lugar de algo disfrutable que tenga sentido pleno desde ambos lados. A esto tan de Speakers’ corner, de aquí estoy, esto me bulle dentro, ¿te resuena? Cuéntame, pues.
No sé qué terminaré haciendo. De momento, quizá, simplemente estar menos. Echar de menos. A veces es lo único que le queda a una por hacer.



Yo he hablado muchas veces de la nostalgia por la época de los blogs. Aunque no eran solo los blogs, era un internet que todavía no estaba monetizado, que parecía que podía convertirse en un espacio de libertad y de compartir por el simple hecho de hacerlo, por el placer de compartir las cosas que te gustan con los demás. Y ese no va a voler. Sin embargo en ese internet siempre fui receptora y lectora. Centrar mi atención y mis esfuerzos en un solo interés, en una sola cosa, sentarme a escribir o a postear y hacerlo de manera periódica sin que se convierta en una carga pesada me parece imposible para mí. Tuiter sí que me dio la posibilidad de compartir mis reflexiones inconexas y encontrar a gente que le interesaban estas tonterías y que incluso interacturaba con ellas. Y que te acababan siguiendo porque querían leer más. En fin supongo que es el fin de una era. Espero que de una manera u otra nos sigamos siguiendo, aunque aún no sé cual,
Un abrazo enorme
Lo de la periodicidad vino luego, de la mano de la monetización. Igual que lo de la longitud. De hecho, uno de mis primeros blogs se llamaba precisamente inc.on.ex.a; muchas veces publicabas un párrafo, y ya.
No me gusta esta nueva Internet, pero al mismo tiempo no me quiero ir, la verdad. No quiero perderos. Lo dicho: mucho texto, ninguna conclusión. Pero lo importante aquí son los abrazos.
Estoy nostalgiosa de cosas que llevaban tiempo sin ser las que fueron, creo. Nostalgiosa de otro yo y sobre todo de otro nosotres. Y esto (me) viene de antes de este fin-de-una-era, pero los fines de era apuntalan fuerte este echar de menos, este hueco y distancia que se me agranda dentro.
Uf, me resuena mucho esto que dices. Echar de menos cosas que ya no existen aunque la versión actual siga presente. Y efectivamente, es como si se entrelazaran las nostalgias entre sí.
Te abrazo fuerte, es una sensación muy dolorosa.